Lo mismo me da


Lo mismo me da
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Alejandro Albornoz





Ese día mamá dijo que con el ascenso que consiguió papá pueden costear una mejor educación para mí, y papá dijo que los cambios son buenos, así que me cambiaron de escuela sin consultarme. Llevo 11 días asistiendo a esta nueva escuela. No me malinterpreten, no extraño el otro instituto o a mis antiguos compañeros, yo solo quiero dejar de ser el niño nuevo. En mi décimo primer día, los otros chicos aún susurran “ahí está el niño nuevo” cuando me ven pasar, y me pregunto: ¿Cuándo se deja de ser el nuevo? Es decir, ¿Hay alguna regla que diga cuanto tiempo debería pasar para dejar de ser el nuevo? ¿O debo esperar a que otro pobre niño, víctima de la decisión de sus padres, forme parte de la matrícula de esta “mejor escuela” y me releve en el necesario cargo de niño nuevo?

Alguien se me acerca mientras hacemos el acto cívico (es lunes). Es un compañero de clases. Del viernes puedo recordar cuando escribía o dibujaba algo en el pupitre, con el ceño fruncido y la lengua asomada en una señal inconfundible de inspiración.

-Hola. Soy Heracio. Estamos en la misma clase.
-Si. El viernes te vi rayando el pupitre.
- ¿Que? Ah, sí. Dibujaba al Maestro. ¿Te llamas Jorge Luis?

Pero no le respondo, vuelvo mi cara hacia la bandera y de nuevo comienzo a cantar el himno.  Soy un niño de pocos amigos. Prefiero estar solo. Volteo disimuladamente y veo que ya no está. En cambio, hay una niña con la cara llena de pecas, que canta con los ojos cerrados como si le doliera cantar. A mí también me duele, pero es porque no me gusta cantar. Sin darme cuenta, ya casi termina el himno y la sigo mirando, así que ella abre los ojos y me nota. Me sonríe y siento como si hormiguitas caminaran sobre mi cara. Dejo de verla y me voy enojado al aula. Una vez, al despertar de una siesta en el auto de mis padres, sentí algo parecido en las piernas. Mamá dijo que mis piernas se “durmieron”, y papá agregó que los fantasmas de las hormiguitas que he aplastado, o quemado, estaban caminando sobre mí. Deje de matar hormigas desde entonces. ¿Serán esos mismos fantasmas que ahora están en mi cara?

En la tarde, al regresar a casa, veo que mis padres están subiendo mis cosas a un camión. Nos mudamos, dice mamá. Los cambios son buenos, dice papá. Pero yo sé que las mudanzas huelen a naftalina.

Viviremos más cerca de mi nueva escuela. Los vecinos tienen un perro pequeño que ladra y ladra mientras mis padres y los señores de la compañía de mudanzas bajan nuestras cosas del camión. La nueva casa es grande, huele a naftalina. Me acerco al patio de los vecinos y miro al perrito intensamente a los ojos, intentando comunicarme con él telepáticamente, pero él solo hace ese molesto sonido. ¿Será el olor a naftalina que también le hace enojar? Voy al camión, sigilosamente, y cojo un par de pastillas de una caja. Me acerco nuevamente al perro, que ladra y se mueve frenéticamente, como intentando derribar la cerca que nos separa y me protege. A pocos centímetros de que el furioso animalito me arranque un dedo con uno de los mordiscos con los que me amenaza, abro mi puño y acerco mi palma a su hocico, ofreciéndole conocer las pastillas. El pobre perro deja de ladrar y levanta la cola, está muy atento, pero en vez de solo oler y mostrarme su agrado o desagrado a la naftalina, como esperaba que ocurriera, de un solo lengüetazo hizo desaparecer las dos bolitas blancas de mi mano. Mamá me dijo una vez que me debo lavar bien las manos después de tocar naftalina, que son venenosas.

Ya llevo 13 días asistiendo a esta nueva escuela. Entro y le pido disculpas al maestro por llegar tarde. Mientras camino el interminable pasillo hacia el único pupitre disponible, al fondo del salón, recuerdo que hoy es mi cumpleaños y que nadie me ha felicitado aún. Lo mismo me da. Por suerte ninguno en este salón lo sabe, o eso espero. No hay nada que me incomode más que estar parado mientras todos a mí alrededor cantan y me miran. Si aplauden es peor. Justo al sentarme, el profesor, sin saberlo, me obsequia mi primer regalo de cumpleaños: Un examen sorpresa para el que no estoy preparado. Nervioso y con la mente en blanco, comienzo con mi nombre, cuando al terminar de escribir la H siento como la mina de mi lápiz se hunde atravesando la hoja, rompiendo y arrugando así mi examen sin siquiera haber respondido una sola de las 10 preguntas. La levanto y descubro sobre el pupitre el garabato que hizo Heracio hace un par de días. Sin querer maldigo en voz alta, y el profesor se acerca rápidamente a mi puesto y golpea mi mano con una regla. “No acepto este tipo de groserías en mi clase”, luego, viendo el dibujo, “¿Qué es esto? ¿Se está burlando de mí, joven Henríquez?”, terminando con un “Queda reprobado, y diríjase a la oficina del director”.

Al salir de clases, con una citación para mis padres en mi mochila y los fantasmas de las hormiguitas caminando por mi cara de nuevo, enojadísimo, me acerco a Heracio.

            -Eres un imbécil –Le dije, mientras mi mano se convertía en puño.
            - ¿Qué?
            -Lo de hace rato. Fue tu culpa. 
            -No fue mi culpa, y tú eres más imbécil.

De pronto, el patio de la salida se convirtió en un coliseo. Los demás niños han hecho un círculo a nuestro alrededor mientras los dos nos insultamos, cuando, en un arrebato de ira, intento empujarlo con todas mis fuerzas, pero al acercarme su puño golpea mi cara haciendo que me desplome bocarriba en medio del círculo de niños. Mi contrincante escapa corriendo y yo, tendido en el suelo y viendo las nubes, siento como un hilo caliente sale de mi nariz y se mueve por mi mejilla. Lo detengo con la mano y veo como la tierra que estaba en mis dedos absorbe el líquido rojo convirtiéndose en una masa oscura y pegajosa. Estoy muy aturdido como para levantarme así que solo me siento, entonces descubro a la niña pecosa parada frente a mí, mirándome compasivamente. De inmediato vuelvo a sentir aquellas hormiguitas en mi cara y como se mezclan con la tierra y las lágrimas. No me importan las niñas lindas. En este momento todos me dan asco. Me levanto, me limpio la cara con la camiseta y emprendo mi camino a casa, derrotado. Después de todo lo que pasó hoy, me pregunto si finalmente dejaré de ser el niño nuevo. ¿Tendré un nuevo sobrenombre a partir de mañana?

A unos metros de mi casa, miro como nuestros vecinos se reúnen en círculo en su jardín para enterrar a su perrito.


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