Reclamo del océano


Reclamo del océano
______________________________________________________________________

Alejandro Albornoz


“Y sentí que ya nunca tendría fuerzas para volver a subir...”
Guy de Maupassant: La nuit.


   A la deriva, y sin conocer bien el océano, me encontraba solo sobre una balsa improvisada con algo de provisiones. No soy un navegante diestro, pero cuando existe una única vía de escape se puede considerar aprender sobre la marcha. La fobia al océano es una condición de navegante del todo reprochable, pero bajo ciertas circunstancias quedaría justificada. La balsa era bastante pequeña y tenía cierta altura que le restaba estabilidad; estoy muy lejos de ser un constructor de balsas. El sol quemó la planta de mis pies y me arrepentía de haber dormido con las piernas alzadas, apoyadas sobre lo que se supone debia ser la proa, cuestionando el llamar proa a cualquier parte de esa masa informe que me alejaba de mi pasado destino y me llevaba hasta otro incierto.

   Sin remos ni energía para impulsarme con los brazos, flotaba erráticamente, resignado a llegar, o no, a algún lugar. No estaba herido físicamente, pero la quemadura en la planta de los pies era bastante molesta. En el horizonte, vi cómo se separaba el océano del cielo, como si el agua se quemara a lo lejos y un denso cuerpo de humo gris emergiera inusitadamente y se moviera a gran velocidad hacia mí para aplastarme. Mientras más se acercaba mejor comprendía lo lejos que se encontraba de mi desde allá arriba y, sin embargo, el peligro que representa. Inútilmente remé en sentido contrario, pero me resigné al poco tiempo y me dejé llevar por mí ya no tan incierto destino.

   La nube desataba toda su artillería contra el pobre océano como si quisiera acabar con él, y este rugía con ira, intentando golpear la nube con grandes olas que no tardaron en voltear mi balsa, mientras yo me aferraba a esta con un brazo y con el otro intentaba alcanzar, sin éxito, mis provisiones que se perdían de vista entre el vaivén de olas que crecían y se encogían. Inoportuno el humano que una vez más se ha encontrado en medio de la guerra entre la naturaleza y ella misma. Imperfecto ser que no acepta lo insignificante que es su existencia hasta que esta se ve amenazada por el todo.

   Entonces, mientras veía mi balsa alejarse, distorsionada ya por los dos metros de agua salada y turbia sobre mí, comprendí que el inevitable porvenir que me esperaba era el mismo que antes de mi exilio.

   El sol nunca se escondió a pesar de la tormenta, y aún lo veía brillar como una pequeña perla que flotaba lejana en la superficie. Sin voluntad, me sumergía como plomo en el agua hacia las oscuras e inexploradas profundidades que ahogaban el sonido de la batalla entre el cielo y el océano, más rápido de lo que ahogaban la luz del sol. Y mi cuerpo no me dejaba ir. Quizá no había sufrido lo suficiente en mi estadía terrenal. Así que uno de mis oídos se apagó después de un agudo y lamentable quejido. Fue en ese momento que lo viví. Ni siquiera la enloquecedora lentitud con la que se movían las partículas blancas y burbujas que me rodeaban, ni la presión que amenazaba con aplastar mi cabeza lentamente, me hacían tanto daño como el silencio que me envolvía. Aseguro que el silencio total es más peligroso para la mente y el corazón que la oscuridad misma. No hay mayor temor que el que logran afianzar la soledad y la calma con un mismo abrazo frío. 

   Mi mayor temor, naturalmente, que llegase la muerte del silencio que me acompañaba, pero también pensar que no me abandonaría jamás me llenaba de horror.

   La superficie es mi nuevo cielo. Aquella perla es mi nuevo sol. No logró ver siquiera las palmas de mis manos, y maldigo de nuevo esta prisión de almas al que llaman cuerpo por no dejarme ir, por hundirme, además, hasta territorios nunca antes transitados por ningún ser conocido en la tierra. Pero quizá no he sufrido lo suficiente.

   Finalmente, un sonido de bisagras oxidadas interrumpe mi tortura, advirtiendo como puertas de tamaño inconmensurable comienzan a cerrarse conmigo adentro. Tenso la mandíbula hasta hacer rechinar mis dientes, mis palmas se vuelven puños y frunzo el ceño con fuerza mientras veo como el sol, mi pequeña y borrosa perla blanca, desaparece simétricamente desde cada lado pero completamente fuera del alcance de las profundidades que me reclaman, brillando siempre ajeno a estas aguas frías, y por encima incluso de la gran nube gris que odia tanto al océano, hasta que el súbito aplauso de dos puertas colosales que se unen para nunca jamás separarse sentencian un nuevo y absoluto silencio.

Comentarios